sábado, 27 de noviembre de 2010

Memoria histórica: derecho al recuerdo y a la dignidad


Siempre he sido un apasionado de la Historia. Con mayúsculas. De hecho, una de mis grandes frustraciones es no tener tiempo ni paciencia para bucear en libros y archivos y conocer un poco más por qué nuestra vida actual es así y no de otra forma. Sé que esta frustración a la que me refiero tiene fácil solución, pero, para qué engañarnos, no creo que vaya a cambiarlo ahora.

Uno de los grandes temas que desde pequeño me atraían era la Guerra. Para cualquier niño, una contienda no era más que un espacio idóneo para el desarrollo de historias heroicas en el que los buenos acababan con la injusticia y siempre se casaban con la guapa de turno. Como en las películas. Por eso escuchaba con gran atención y no perdía detalle a mi abuelo paterno, Manuel ‘El Moli’, quien hizo de su taberna (‘La Taberna del Molinero’, en Aracena) un espacio para la tertulia en el que no faltaban las discusiones y voces altisonantes, pero siempre dentro de un clima de respeto y amistad. Un cartel manuscrito que tenía en una zona visible del local dejaba clara la máxima de su establecimiento: ‘Respeta y serás respetado’.

Para mí, el hecho de que mi abuelo hubiese estado en la Guerra era motivo de orgullo. Aunque el paso de los años me hizo darme cuenta que todo enfrentamiento tiene su lado oscuro, sus páginas negras que avergüenzan al ser humano y la historia de mi abuelo no fue menos. Una de las últimas conversaciones que tuvimos sobre este tema, en la que yo tendría unos 16 años, me hizo darme cuenta de la dureza de una experiencia como esa en toda una generación de españoles. La estampa de centenares de cadáveres apilados tras una batalla e incinerados para evitar que se propagasen enfermedades fue una de las últimas que descubrí por boca de mi propio abuelo. 

Él no pudo reprimir las lágrimas cuando me contaba lo que vio ese día. Ahí percibí la barbarie extrema a la que se exponen quienes participan en una batalla. Y también se inició mi particular ‘obsesión’ por saber más sobre lo ocurrido en la Guerra Civil Española (1936 – 1939).

El paso de los años y la lectura compulsiva de todo libro o documento sobre la contienda fratricida entre españoles que caía en mis manos me abrió las puertas a una etapa ominosa y deplorable de la vida de nuestro país, un periodo en el que los valores humanos cayeron al suelo o llegaron a desaparecer. En el que las dos Españas que Goya pintó en su famoso cuadro del ‘Duelo a Garrotazos’ sacaron lo peor de sí para vergüenza e incredulidad de las generaciones posteriores.

En estos años descubrí el verdadero valor de la palabra ‘exilio’ y el vacío intelectual que supuso para España, los resultados del fanatismo anticlerical y la posterior reeducación ultracatólica, o la dureza de los fusilamientos y su sinrazón. Comprobé estupefacto casos cercanos con historias que me siguen poniendo los pelos de punta y que a día de hoy hacen que me siga haciendo esta pregunta sin saber responder: ¿Cómo es posible que amigos, personas que se conocían de toda la vida, que compartían tertulias, trabajo, que se respetaban como seres humanos… cómo es posible que llegasen al extremo de aniquilarse? Reconozco que aún no soy capaz de buscar una respuesta a esta cuestión sin estremecerme.

Hace unos años, cuando todavía trabajaba en el diario ‘Odiel Información’, publicamos una historia diferente con motivo del Día de los Difuntos. Ese día señalado en el que todo el mundo se afana en limpiar las tumbas de sus familiares para que luzcan relucientes (al menos un día) es siempre sinónimo de reportajes sobre cuánto cuesta morirse en España o similares. Bien, pues ese día nosotros publicamos la historia de la fosa común de los represaliados en Nerva (Huelva), bastión minero y de izquierdas que sufrió terriblemente la represión de los vencedores. Con motivo de ese reportaje tuve la oportunidad de contactar con Emilio Silva, nieto de desaparecido y fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Y conocí su historia y su propósito. 

Desde entonces no he dejado de pensar en la angustia que debe suponer que uno no sepa del paradero de un familiar muerto durante décadas. Que no tenga un sitio al que acudir para recordarlo, por lo menos, cada 1 de noviembre. Aunque no es mi caso, me pongo en la piel de aquellas madres, hijos, hermanos… que vieron desaparecer de la faz de la Tierra a los suyos, aunque sus asesinos no consiguieron borrar su recuerdo.

Por eso no puedo comprender cómo es posible que haya quien cuestione la labor que se está realizando desde las asociaciones de Recuperación de la Memoria Histórica o desde las propias administraciones para dignificar uno de los capítulos más vergonzosos de la historia reciente de España. ¿Cómo puede haber alguna persona que se muestre contraria a que se sepa la verdad? ¿Con qué criterio se puede oponer uno a que deje de haber miles de cuerpos enterrados como animales por el simple hecho de pensar diferente (o por cualquier rencilla vecinal… una situación todavía más pueril)?

Aunque al mover la mierda huela (como muchos argumentan), ese olor nos debe recordar de dónde venimos. Y por donde hemos pasado hasta llegar a una democracia que nos permite elegir a quienes nos gobiernan cada cuatro años. Nos guste más o menos, no podemos dejar de afrontar esta situación bárbara y mirar a otro lado, porque si olvidamos nuestra historia, estaremos obligados a repetirla. Y estoy seguro que nadie quiere pasar de nuevo por aquello.

Cierto es que son tiempos difíciles para todos. Pero no debemos dejar pasar la oportunidad de hacer justicia tras décadas de silencio impuesto. 

Respeto y dignidad.


PD: Estoy seguro que habrá quien argumente que la izquierda se ha adueñado de la Memoria Histórica como algo indeleble e intransferible. Es lícito que lo llegue a hacer teniendo en cuenta la crudeza del Régimen franquista, pero creo que los esfuerzos de apertura en las fosas que se están haciendo también deben ampliarse a los dos bandos, pese a que el número de represaliados defensores de la República fue infinitamente superior a los adeptos a la causa rebelde. 

Más aún si tenemos en cuenta la posterior represión de los Vencedores, que se encargaron de que los ‘rojos’ recordasen siempre quiénes eran. Para muestra, un botón:

“El teniente Roque Bastida perdió una pierna en Brunete. Una vez coincidió con otro cojo en un banco del Retiro madrileño. Hablaron de la Guerra.

        - Ya ve, me dieron una medalla y soy Caballero Mutilado por la Patria. ¿Y usted, dónde perdió la suya?
      - En el frente de Córdoba, de un morterazo. Pero como a mí me tocó hacer la Guerra en el otro bando no soy Caballero Mutilado. Sólo soy un ‘jodío’ cojo.

A los Caballeros Mutilados del Ejército rebelde se les asignó, por decreto, un porcentaje de puestos de trabajo como porteros, recepcionistas, bedeles en edificios públicos y en empleos oficiales.”

(Extracto del libro ‘Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie’, de Juan Eslava Galán. Editorial Planeta)